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lunes, 24 de octubre de 2011

¿ QUÉ HACE EL REY MIENTRAS ESPAÑA SE DESPLOMA ?

¿Qué hace el Rey mientras España se desploma?

 


La muerte del general Sabino Fernández Campo ha reavivado el recuerdo de la acción institucional del 23 de febrero de 1981. La lectura y la escucha de los múltiples obituarios y declaraciones de políticos pasados y presentes se centran en apenas un sola frase que, según todos ellos, cambió el desenlace. Me refiero a la respuesta que dio al general Juste, jefe de la División Acorazada Brunete, cuando le preguntó si el general Armada estaba en el Palacio de la Zarzuela: “Ni está ni se le espera”. ¿Estaba o no estaba? Corrió el rumor de que unos minutos antes otro miembro de la Casa había respondido a la misma pregunta: “Está en la sala de espera”. La rectificación de Fernández Campo evidenció sin duda una indudable agudeza y una envidiable capacidad de reflejos. Pero sigue sin conocerse que hizo el general Armada aquella noche durante la casi media hora que tardó en recorrer en automóvil, con un Madrid desierto, el trayecto entre la sede del Estado Mayor, en la plaza de la Civiles, y el Congreso de los Diputados, junto a la de Neptuno.
No es el momento de entrar a fondo en el entramado de la acción institucional del 23 de febrero de 1981 sobre la que tantos libros y artículos contradictorios se han publicado desde entonces. Me quedo con la interrogante que deja caer Sabino Fernández Campo en un articulo exhumado por “ABC” en ocasión de su muerte (“El rompecabezas del 23-F”, 27.10.2009): “Pienso que el 23 de febrero de 1981 es un rompecabezas, un gran puzle del que conozco bastantes piezas, pero me faltan muchas otras decisivas para llegar a completarlo, encajándolas todas, y construir el cuadro entero de un suceso que tuvo indudable trascendencia”. Existe un generalizado convencimiento de que Fernández Campo se ha guardado el secreto de algunas de las claves previas y posteriores, aunque no todas. Esas otras se reparten entre el general Armada, determinados mandos del CESID, la CIA y el Rey, en cuyo nombre unos y otros implicados, juzgados y no juzgados, dijeron actuar, persuadidos hasta la saciedad de que así era.
EL ESTADO IBA A LA DERIVA ANTES DEL 23-F
Fernández Campos reconocía en el artículo citado que la situación en España había alcanzado una gravedad insostenible: “Antes del 23 de febrero de 1981 habían sucedido en España muchas cosas, cuyo recuerdo talvez se haya difuminado con el paso del tiempo: asesinatos, por parte de ETA, de militares, miembros de las Fuerzas de Seguridad y ciudadanos civiles; secuestros de personalidades destacadas; ofensa al Rey en la Casa de Juntas de Guernica; nombramientos militares considerados un tanto anormales; reconocimiento del Partido Comunista, necesario en el fondo, pero que se produjo de forma despreciativa para los militares que, por lo menos, habían creído recibir la promesa contraria, sin que después se les aclarase la aconsejable decisión; limitaciones políticas para los miembros de las Fuerzas Armadas que no e aplican a otros sectores de la vida nacional. Muchas veces caemos en el error de juzgar tan sólo el final de un proceso y dejamos de lado los antecedentes que se produjeron a través de él”.
El cuadro de situación descrito por Fernández Campo pone de manifiesto que el sistema estaba ya en crisis cuatro años después de iniciada su andadura, que las desviaciones institucionales cuarteaban ya el Estado, que la Constitución comenzaba a mostrar sus grietas y que la tan cacareada Transición ya mostraba sus carencias. Era imprescindible un golpe de timón que implicase a todas las fuerzas políticas comprometidas con la presunta democratización y consolidara la monarquía parlamentaria. La solución no parecía ser otra que la excepcional de un gobierno de salvación muy difícil de conseguir por vías normales. Se necesitaba justificarlo ante la opinión pública y conseguir su respaldo. Ese gobierno de totalizadora coalición era el que Armada logró ahormar en reuniones previas con quienes figuraban en su lista y que estaban al tanto de lo que se cocía y lo habían aprobado. El general Armada había tejido una suerte de tela de araña cada uno de cuyos ramales desconocía en buena medida o del todo la implicación de los otros. Por eso se rompió la muy cuidada acción institucional cuando Antonio Tejero, al conocer la lista de gobierno que Armada pretendía someter a la aprobación de los recluidos en el hemiciclo, se sintió traicionado y frustró la operación. Y fue precisamente en esa coyuntura cuando el monarca ordenó al teniente general Milans del Bosch la vuelta a los cuarteles de las unidades desplegadas en Valencia, el general Juste retuvo la salida de la División Acorazada Brunete, las Capitanías Generales que estaban a la espera recibieron la orden de desmovilización y entró realmente en funcionamiento la Junta de Subsecretarios y Secretarios de Estado.
Ya he dicho, y subrayo de nuevo, que los protagonistas principales de la trama institucional eran todos monárquicos de probada lealtad al Rey. Tanta, que incluso cuando éste los apartó de su lado, incluso al precio de condena y prisión como en el caso de Armada, han guardado un silencio espeso sobre la retranca del 23 de febrero de 1981. Fernández Campo, que se lleva a la tumba muchos y capitales secretos, sí deja tras de sí el rastro de muy hábiles insinuaciones, algunas de las cuales, tomadas de su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas recogía Manuel Jiménez de Parga en laudatoria necrológica. Esta, por ejemplo: “El Rey ha de anticiparse a la toma de decisiones que, una vez adoptadas, no son susceptibles de modificación o anulación.
En concreto, los ciudadanos españoles, ante problemas graves o cuando enfrentamientos políticos se alejan de un fin conveniente para la Nación, alguien puede preguntar, y de hecho tal vez se pregunte:¿Qué hace el Rey”. O esta otra: “En momentos en que las aspiraciones de algunas Autonomías se desbordan y presentan deseos separatistas o independentistas, es muy aconsejable que el Rey intervenga de algún modo y deje constancia de la necesidad de mantener la unidad y la integridad de la Patria”. Comprometedoras advertencias que habrían de recordarse en más de una difícil situación y hoy adquieren aún más grave entidad.
Lo anteriormente expuesto nos lleva a la conclusión de que el monarca fue la clave de la acción institucional del 23 de febrero de 1981 y de su desenlace. Motivo por el cual Sabino Fernández Campo concluyera el artículo reproducido a su muerte por “ABC” con una frase se sibilina enjundia: “En ocasiones el que busca afanosamente la verdad, corre el riesgo de encontrarla”.
LA ACCIÓN INSTITUCIONAL SALVO UNA DEMOCRACIA QUE NO LO ERA
¿Salvó verdaderamente el Rey la democracia aquella lejana noche del 23 al 24 de febrero de 1981? ¿La salvó Sabino Fernández Campo, con su célebre y resobada respuesta al general Juste, como ahora se le tribuye? Más correcto que la apelación genérica a la democracia casi recién instaurada, sería preguntarse: ¿Qué democracia?. Cuando se analiza con realismo lo sucedido en España desde entonces a nuestros días, salta de inmediato a la vista que han persistido y acentuado, ahora hasta el extremo, aquellos procesos de degradación de la democracia anteriores a la acción institucional del 23 de febrero de 1981 y que sirvieron para justificarla.
Se preguntaba el catedrático de Derecho Político Manuel Ramírez si una democracia sin valores puede ser considerada democracia (“¿Democracia sin valores?”, ABC 26.10.2009). Pues no. No es posible, como tampoco será legítimo y viable a la larga cualquier otra forma de sistema político que no los tenga o que, aún proclamándolos, los incumpla. La tan alabada Transición nació anémica de valores. El resentimiento de unos y la cobardía de otros coincidieron en la pasión común por borrar toda huella del régimen de Franco en el que la mayoría de ellos crecieron y prosperaron. Era lógico que la Constitución de 1978 naciera infectada de relativismo, reverberos laicistas, añoranzas de lo peor de la República y un apenas soterrado revisionismo. Resultó así que, en vez de a una democracia, se pusieron los cimientos a una forma infrademocrática de alternancia totalitaria de partidos. Lo confirma el profesor Ramírez: “Hegemónica concesión a los partidos políticos y las excesivas complacencias en la regulación de las autonomías (…) Se creó un sistema de instituciones que ahí están, funcionando mejor o peor, pero casi ausencia de valores. Hasta el punto de que, a estas alturas, pueden algunos hablar de democracia sin ciudadanos auténticamente demócratas”.
No sólo carecemos en España de una consistente mayoría de ciudadanos con auténtica conciencia demócrata. También, casi en absoluto, de políticos que piensen, sientan y actúen como demócratas y como españoles enterizos. Ese oneroso vacío alcanza en la actualidad términos extremos. Aniquilados los últimos valores que, asaz debilitados, todavía subsistían, las perspectivas de futuro son dantescas para España, para el Estado y para una sociedad que, desguazada de valores, asiste impasible a su destrucción. ¿Y qué hace el Rey para evitarlo?, se plantearán algunos, según proponía Fernández Campo. Fiel a su estirpe, el Rey borbonea y mira de soslayo la deriva hacia la catástrofe.
CRISIS, PASTELEOS Y AUTOGOLPES DE ESTADO
Desde el momento mismo en que las Cortes aprobaron la Ley de Reforma Política y fue ratificada mediante referendo, hemos asistido a un encadenamiento de autogolpes de Estado que ilegitiman el sistema. El primero de ellos, que el Rey asumió en contra de lo jurado, fue la redacción y proclamación de un Constitución que habría requerido la disolución del parlamento recién elegido y la convocatoria de elecciones para Cortes Constituyentes. Luego de la que obligó a la acción institucional del 23 de febrero de 1981, se sucedieron otras situaciones críticas como consecuencia del deterioro progresivo del Estado.
Una de estas crisis hizo pensar en la conveniencia, a imitación de Italia,de promover un gobierno de salvación de apariencia técnica, pero en el que estuvieran representados de hecho todos los partidos y presidido por un banquero con crédito popular. No creo que fuera casual que Mario Conde, en la cresta de la ola, se lanzara a la compra de medios de comunicación que respaldaran la operación. Se calmaron las aguas y los lectores recordarán cual fue su destino, tras una brutal campaña mediática e institucional que en ámbito judicial protagonizaría Baltasar Garzón. Algo muy parecido a lo de ahora con el caso Gürtel, incluso las escuchas ilegales de las conversaciones de Conde con sus abogados, amçen de otras. Describí los recovecos de la operación a su debido tiempo en la revista “PRI” y el libro de Mario Conde refrenda algunas de aquellas revelaciones. Pero no todas. Conde, muy en la línea de Fernández Campo, insinúa respecto al papel jugado por el monarca. Pero no pasa de ahí. Incluso habla de él con respeto. ¿También lealtad llevada al extremo? No lo creo en su caso.
El Rey se entendía muy bien con Suárez desde que se conocieron, y le sirvió con docilidad en muchas de sus inclinaciones. Pero lo tiró cuando ya no le era útil. Aún mejores fueron las relaciones reales con Felipe González, iniciadas en los tiempos en que el SECED de Carrero Blanco lo fichó para encabezar el “socialismo del interior”. Ambos tenían, y tienen, muchas cosas en común. No así con Aznar y no sólo por su carácter adusto. Aznar trazó desde un primer momento los límites de las competencias entre la Corona y el Ejecutivo. No se prestó a determinados borboneos. Y consciente del imperativo de la alternancia cada dos legislaturas, sorprendió propios y extraños al anunciar que se retiraría del poder una vez que se cumplieran.
La matanza del 11 de marzo en los trenes de Atocha en la inmediata víspera de las elecciones generales y su aprovechamiento por Rubalcaba en términos revolucionarios que debieron servir para suspenderlas o invalidarlas, facilitaron la estrategia de la alternancia que las encuestas negaban. La era Rodríguez nació de un inequívoco golpe de Estado. Retornaba el socialismo al poder para satisfacción del monarca.
Y ESPAÑA EN VÍAS DE DESGUACE
Lo sucedido desde entonces va mucho más allá en su gravedad y consecuencias para España y los españoles de la situación que Fernández Campo describía como antecedente de la acción institucional del 23 de febrero de 1981. Y si entonces el Rey apeló a su condición de Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, ahora se ha inhibido como tal mientras, paso a paso, el gobierno Rodríguez procedía a su desmantelamiento sistemático. No es lo más inquietante, con serlo, que el artículo 8º de la Constitución se inaplicable en defensa de la unidad de España, en vías de extinción. Lo es también que, convertidos los Ejércitos en fuerza pacifista uniformada y con mandos superiores politizados, las Fuerzas Armadas serían incapaces para nuestra defensa en caso de un ataque exterior por el flanco meridional, nada descartable, o una insurrección interior.
Y en este punto, sin duda dramático, adquiere actualidad la pregunta que, según Fernández Campo, se planteaban muchos españoles en los meses previos a la acción institucional del 23-F: ¿Qué hace el Rey? 
-Lord Voldemort-

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