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domingo, 6 de febrero de 2011

Mis mayores trataron de inculcarme la idea de que no es conveniente tomar una decisión sin haberla meditado antes. Según me decían, los grandes errores suelen ser la consecuencia de lamentables precipitaciones a la hora de decidir. Los veteranos dicen estas cosas porque tienen sobre los jóvenes la ventaja de haber sufrido los corolarios de sus decisiones irreflexivas. Naturalmente, los ancianos nunca nos cuentan que, en verdad, no hacen sino repetir lo que a su vez le dijeron antes sus padres. Por eso yo de joven supuse que no tenían mucha fe en que les hiciese caso y que preferiría hacer lo que antes habían hecho ellos, es decir, equivocarme, padecer las derivaciones de mis desaciertos y predicarle, ahora, a los demás, la conveniencia de que sean juiciosos. La realidad es que yo no soy quien para dar consejos y a la gente joven y al resto me limito a darles mi opinión y que no metan la mano en le fuego, que no pongan la lavadora recién salidos de la ducha y que no me monten una " botellona " al lado de mi casa...
Ni siquiera creo que un error sirva de escarmiento para no volver a cometerlo. Ni lo creo, ni estoy seguro de que eso sea recomendable.
La evidencia es que me he dado cuenta de que muchos de mis yerros me dejaron, a la postre, maravillosos recuerdos que me enorgullezco de no haber evitado por culpa de meditar. Se suele elogiar la actitud de militares, policías y bomberos sin pensar que jamás hicimos lo que hicimos y hacen lo que hacen, si en vez de temerarios hubiésemos sido reflexivos, ponderados e introspectivos. Consustancialmente del acierto o tino de los que somos osados se aprovechan siempre los cobardes. Cuestión distinta es que los desaciertos conduzcan al remordimiento y que del desasosiego se derive la exhortación que cuaje a su vez en la contricción y en el arrepentimiento...
En ése suele intervenir directamente la conciencia y es bien sabido que cada ser humano tiene la suya y procura amoldarse a ella, a veces en el caso de que sólo sea para su privativa excelencia y conveniencia.
Los escritores de novela negra conseguimos sustituir el discernimiento por el cinismo, de modo que el protagonista pueda delatar a la amante y enviarla a prisión sin el menor pesar, a veces persuadido de que la conciencia está hecha de una sustancia amoral y voluble y que después de la delación podría dominar el riesgo de arrepentimiento prometiéndole a su coima que la esperará en la acera de enfrente cuando dentro de veinte años ella salga de la cárcel. Naturalmente, ella, si es como espero que sea, sólo aceptaría en el caso de que él la espere al otro lado de la calle con un fajo de billetes en la mano. Al fin de cuentas, lo que les separó fue un error por culpa de entender mal el almanaque.
-CORSO-

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