¿Qué hace el Rey mientras España se desploma?
La muerte del general Sabino Fernández Campo ha reavivado el recuerdo
de la acción institucional del 23 de febrero de 1981. La lectura y la
escucha de los múltiples obituarios y declaraciones de políticos pasados
y presentes se centran en apenas un sola frase que, según todos ellos,
cambió el desenlace. Me refiero a la respuesta que dio al general Juste,
jefe de la División Acorazada Brunete, cuando le preguntó si el general
Armada estaba en el Palacio de la Zarzuela: “Ni está ni se le espera”.
¿Estaba o no estaba? Corrió el rumor de que unos minutos antes otro
miembro de la Casa había respondido a la misma pregunta: “Está en la
sala de espera”. La rectificación de Fernández Campo evidenció sin duda
una indudable agudeza y una envidiable capacidad de reflejos. Pero sigue
sin conocerse que hizo el general Armada aquella noche durante la casi
media hora que tardó en recorrer en automóvil, con un Madrid desierto,
el trayecto entre la sede del Estado Mayor, en la plaza de la Civiles, y
el Congreso de los Diputados, junto a la de Neptuno.
No es el momento de entrar a fondo en el entramado de la acción
institucional del 23 de febrero de 1981 sobre la que tantos libros y
artículos contradictorios se han publicado desde entonces. Me quedo con
la interrogante que deja caer Sabino Fernández Campo en un articulo
exhumado por “ABC” en ocasión de su muerte (“El rompecabezas del 23-F”,
27.10.2009): “Pienso que el 23 de febrero de 1981 es un rompecabezas, un
gran puzle del que conozco bastantes piezas, pero me faltan muchas
otras decisivas para llegar a completarlo, encajándolas todas, y
construir el cuadro entero de un suceso que tuvo indudable
trascendencia”. Existe un generalizado convencimiento de que Fernández
Campo se ha guardado el secreto de algunas de las claves previas y
posteriores, aunque no todas. Esas otras se reparten entre el general
Armada, determinados mandos del CESID, la CIA y el Rey, en cuyo nombre
unos y otros implicados, juzgados y no juzgados, dijeron actuar,
persuadidos hasta la saciedad de que así era.
EL ESTADO IBA A LA DERIVA ANTES DEL 23-F
Fernández Campos reconocía en el artículo citado que la situación en
España había alcanzado una gravedad insostenible: “Antes del 23 de
febrero de 1981 habían sucedido en España muchas cosas, cuyo recuerdo
talvez se haya difuminado con el paso del tiempo: asesinatos, por parte
de ETA, de militares, miembros de las Fuerzas de Seguridad y ciudadanos
civiles; secuestros de personalidades destacadas; ofensa al Rey en la
Casa de Juntas de Guernica; nombramientos militares considerados un
tanto anormales; reconocimiento del Partido Comunista, necesario en el
fondo, pero que se produjo de forma despreciativa para los militares
que, por lo menos, habían creído recibir la promesa contraria, sin que
después se les aclarase la aconsejable decisión; limitaciones políticas
para los miembros de las Fuerzas Armadas que no e aplican a otros
sectores de la vida nacional. Muchas veces caemos en el error de juzgar
tan sólo el final de un proceso y dejamos de lado los antecedentes que
se produjeron a través de él”.
El cuadro de situación descrito por Fernández Campo pone de
manifiesto que el sistema estaba ya en crisis cuatro años después de
iniciada su andadura, que las desviaciones institucionales cuarteaban ya
el Estado, que la Constitución comenzaba a mostrar sus grietas y que la
tan cacareada Transición ya mostraba sus carencias. Era imprescindible
un golpe de timón que implicase a todas las fuerzas políticas
comprometidas con la presunta democratización y consolidara la monarquía
parlamentaria. La solución no parecía ser otra que la excepcional de un
gobierno de salvación muy difícil de conseguir por vías normales. Se
necesitaba justificarlo ante la opinión pública y conseguir su respaldo.
Ese gobierno de totalizadora coalición era el que Armada logró ahormar
en reuniones previas con quienes figuraban en su lista y que estaban al
tanto de lo que se cocía y lo habían aprobado. El general Armada había
tejido una suerte de tela de araña cada uno de cuyos ramales desconocía
en buena medida o del todo la implicación de los otros. Por eso se
rompió la muy cuidada acción institucional cuando Antonio Tejero, al
conocer la lista de gobierno que Armada pretendía someter a la
aprobación de los recluidos en el hemiciclo, se sintió traicionado y
frustró la operación. Y fue precisamente en esa coyuntura cuando el
monarca ordenó al teniente general Milans del Bosch la vuelta a los
cuarteles de las unidades desplegadas en Valencia, el general Juste
retuvo la salida de la División Acorazada Brunete, las Capitanías
Generales que estaban a la espera recibieron la orden de desmovilización
y entró realmente en funcionamiento la Junta de Subsecretarios y
Secretarios de Estado.
Ya he dicho, y subrayo de nuevo, que los protagonistas principales de
la trama institucional eran todos monárquicos de probada lealtad al
Rey. Tanta, que incluso cuando éste los apartó de su lado, incluso al
precio de condena y prisión como en el caso de Armada, han guardado un
silencio espeso sobre la retranca del 23 de febrero de 1981. Fernández
Campo, que se lleva a la tumba muchos y capitales secretos, sí deja tras
de sí el rastro de muy hábiles insinuaciones, algunas de las cuales,
tomadas de su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias
Morales y Políticas recogía Manuel Jiménez de Parga en laudatoria
necrológica. Esta, por ejemplo: “El Rey ha de anticiparse a la toma de
decisiones que, una vez adoptadas, no son susceptibles de modificación o
anulación.
En concreto, los ciudadanos españoles, ante problemas graves o cuando
enfrentamientos políticos se alejan de un fin conveniente para la
Nación, alguien puede preguntar, y de hecho tal vez se pregunte:¿Qué
hace el Rey”. O esta otra: “En momentos en que las aspiraciones de
algunas Autonomías se desbordan y presentan deseos separatistas o
independentistas, es muy aconsejable que el Rey intervenga de algún modo
y deje constancia de la necesidad de mantener la unidad y la integridad
de la Patria”. Comprometedoras advertencias que habrían de recordarse
en más de una difícil situación y hoy adquieren aún más grave entidad.
Lo anteriormente expuesto nos lleva a la conclusión de que el monarca
fue la clave de la acción institucional del 23 de febrero de 1981 y de
su desenlace. Motivo por el cual Sabino Fernández Campo concluyera el
artículo reproducido a su muerte por “ABC” con una frase se sibilina
enjundia: “En ocasiones el que busca afanosamente la verdad, corre el
riesgo de encontrarla”.
LA ACCIÓN INSTITUCIONAL SALVO UNA DEMOCRACIA QUE NO LO ERA
¿Salvó verdaderamente el Rey la democracia aquella lejana noche del
23 al 24 de febrero de 1981? ¿La salvó Sabino Fernández Campo, con su
célebre y resobada respuesta al general Juste, como ahora se le tribuye?
Más correcto que la apelación genérica a la democracia casi recién
instaurada, sería preguntarse: ¿Qué democracia?. Cuando se analiza con
realismo lo sucedido en España desde entonces a nuestros días, salta de
inmediato a la vista que han persistido y acentuado, ahora hasta el
extremo, aquellos procesos de degradación de la democracia anteriores a
la acción institucional del 23 de febrero de 1981 y que sirvieron para
justificarla.
Se preguntaba el catedrático de Derecho Político Manuel Ramírez si
una democracia sin valores puede ser considerada democracia
(“¿Democracia sin valores?”, ABC 26.10.2009). Pues no. No es posible,
como tampoco será legítimo y viable a la larga cualquier otra forma de
sistema político que no los tenga o que, aún proclamándolos, los
incumpla. La tan alabada Transición nació anémica de valores. El
resentimiento de unos y la cobardía de otros coincidieron en la pasión
común por borrar toda huella del régimen de Franco en el que la mayoría
de ellos crecieron y prosperaron. Era lógico que la Constitución de 1978
naciera infectada de relativismo, reverberos laicistas, añoranzas de lo
peor de la República y un apenas soterrado revisionismo. Resultó así
que, en vez de a una democracia, se pusieron los cimientos a una forma
infrademocrática de alternancia totalitaria de partidos. Lo confirma el
profesor Ramírez: “Hegemónica concesión a los partidos políticos y las
excesivas complacencias en la regulación de las autonomías (…) Se creó
un sistema de instituciones que ahí están, funcionando mejor o peor,
pero casi ausencia de valores. Hasta el punto de que, a estas alturas,
pueden algunos hablar de democracia sin ciudadanos auténticamente
demócratas”.
No sólo carecemos en España de una consistente mayoría de ciudadanos
con auténtica conciencia demócrata. También, casi en absoluto, de
políticos que piensen, sientan y actúen como demócratas y como españoles
enterizos. Ese oneroso vacío alcanza en la actualidad términos
extremos. Aniquilados los últimos valores que, asaz debilitados, todavía
subsistían, las perspectivas de futuro son dantescas para España, para
el Estado y para una sociedad que, desguazada de valores, asiste
impasible a su destrucción. ¿Y qué hace el Rey para evitarlo?, se
plantearán algunos, según proponía Fernández Campo. Fiel a su estirpe,
el Rey borbonea y mira de soslayo la deriva hacia la catástrofe.
CRISIS, PASTELEOS Y AUTOGOLPES DE ESTADO
Desde el momento mismo en que las Cortes aprobaron la Ley de Reforma
Política y fue ratificada mediante referendo, hemos asistido a un
encadenamiento de autogolpes de Estado que ilegitiman el sistema. El
primero de ellos, que el Rey asumió en contra de lo jurado, fue la
redacción y proclamación de un Constitución que habría requerido la
disolución del parlamento recién elegido y la convocatoria de elecciones
para Cortes Constituyentes. Luego de la que obligó a la acción
institucional del 23 de febrero de 1981, se sucedieron otras situaciones
críticas como consecuencia del deterioro progresivo del Estado.
Una de estas crisis hizo pensar en la conveniencia, a imitación de
Italia,de promover un gobierno de salvación de apariencia técnica, pero
en el que estuvieran representados de hecho todos los partidos y
presidido por un banquero con crédito popular. No creo que fuera casual
que Mario Conde, en la cresta de la ola, se lanzara a la compra de
medios de comunicación que respaldaran la operación. Se calmaron las
aguas y los lectores recordarán cual fue su destino, tras una brutal
campaña mediática e institucional que en ámbito judicial protagonizaría
Baltasar Garzón. Algo muy parecido a lo de ahora con el caso Gürtel,
incluso las escuchas ilegales de las conversaciones de Conde con sus
abogados, amçen de otras. Describí los recovecos de la operación a su
debido tiempo en la revista “PRI” y el libro de Mario Conde refrenda
algunas de aquellas revelaciones. Pero no todas. Conde, muy en la línea
de Fernández Campo, insinúa respecto al papel jugado por el monarca.
Pero no pasa de ahí. Incluso habla de él con respeto. ¿También lealtad
llevada al extremo? No lo creo en su caso.
El Rey se entendía muy bien con Suárez desde que se conocieron, y le
sirvió con docilidad en muchas de sus inclinaciones. Pero lo tiró cuando
ya no le era útil. Aún mejores fueron las relaciones reales con Felipe
González, iniciadas en los tiempos en que el SECED de Carrero Blanco lo
fichó para encabezar el “socialismo del interior”. Ambos tenían, y
tienen, muchas cosas en común. No así con Aznar y no sólo por su
carácter adusto. Aznar trazó desde un primer momento los límites de las
competencias entre la Corona y el Ejecutivo. No se prestó a determinados
borboneos. Y consciente del imperativo de la alternancia cada dos
legislaturas, sorprendió propios y extraños al anunciar que se retiraría
del poder una vez que se cumplieran.
La matanza del 11 de marzo en los trenes de Atocha en la inmediata
víspera de las elecciones generales y su aprovechamiento por Rubalcaba
en términos revolucionarios que debieron servir para suspenderlas o
invalidarlas, facilitaron la estrategia de la alternancia que las
encuestas negaban. La era Rodríguez nació de un inequívoco golpe de
Estado. Retornaba el socialismo al poder para satisfacción del monarca.
Y ESPAÑA EN VÍAS DE DESGUACE
Lo sucedido desde entonces va mucho más allá en su gravedad y
consecuencias para España y los españoles de la situación que Fernández
Campo describía como antecedente de la acción institucional del 23 de
febrero de 1981. Y si entonces el Rey apeló a su condición de Jefe
Supremo de las Fuerzas Armadas, ahora se ha inhibido como tal mientras,
paso a paso, el gobierno Rodríguez procedía a su desmantelamiento
sistemático. No es lo más inquietante, con serlo, que el artículo 8º de
la Constitución se inaplicable en defensa de la unidad de España, en
vías de extinción. Lo es también que, convertidos los Ejércitos en
fuerza pacifista uniformada y con mandos superiores politizados, las
Fuerzas Armadas serían incapaces para nuestra defensa en caso de un
ataque exterior por el flanco meridional, nada descartable, o una
insurrección interior.
Y en este punto, sin duda dramático, adquiere actualidad la pregunta
que, según Fernández Campo, se planteaban muchos españoles en los meses
previos a la acción institucional del 23-F: ¿Qué hace el Rey?
-Lord Voldemort-
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