EL HOMBRE, UNA LA ESPECIE EN EXTINCIÓN
No cesan de surgir ideas para ganar dinero; los laboratorios
farmacéuticos diseñando píldoras anticonceptivas y/o abortivas, otros
gastando una fortuna para adoptar un niño hasta el punto de ser uno de
los mayores negocios de algunos países, otros enriquecen a las Clínicas
para tener un hijo por Fecundación in Vitro cuando no para abortar. Una
locura. Si tienes el cuarto hijo… ¡tienes que defenderte! No piensas en
los demás, te dicen, eres un o una egoísta. Entran ganas de decirles:
“mis hijos pagarán tu Seguridad Social el día de mañana cuando estés en
un asilo hasta que te eutanasien”.
Acaba de ser aprobada en
Estados Unidos la píldora anticonceptiva que elimina la menstruación.
Nos mandó Dios a la especie humana crecer y llenar la tierra y como
entonces sólo pensamos en desobedecer. Confiar en Dios, ejercitar las
virtudes humanas de la sobriedad y la templanza o el mero hecho de
hablar de virtudes es poco menos que una aberración monstruosa. Un
profesor de Instituto tuvo que llamar a la virtud “comportamiento
pautado” para que colara el libro que había escrito y no ser echado del
trabajo. Pero donde vamos a parar. Llamar a las cosas por su nombre es
intolerancia para los que son los verdaderos… intolerantes.
¿Caminamos hacia la extinción de la especie humana? Pues miren, no.
Caminamos hacia la selección sobrenatural. La gente buena generosa,
sana, con ideales humanos y, por tanto, aunque ellos mismos lo
desconozcan que se mueven por principios cristianos sacarán a flote este
barco que ha botado Dios y al que cuida con cariño pese a nuestros
desatinos.
La antropología constituye el fundamento de la
ética. En la Biblia, al comienzo del Génesis, es dónde se contienen los
fundamentos de la auténtica antropología. ¡Dominad la tierra! Allí se
lee este precepto ecológico de Dios para el hombre acerca del dominio y
cuidado de la creación. Con lentitud y altibajos, tras el pecado de
origen, este mandato ha ido en progresión como lo demuestra en la
historia el avance tecnológico. Sin embargo no caminan necesariamente de
la mano. Si se invierte la metafísica y el inmanentismo se erige en
árbitro de la verdad sobre el hombre suceden estas paradojas: la ciencia
amenaza al hombre con la extinción.
La ciencia ha
experimentado avances increíbles. Es un progreso inexorable que sólo una
catástrofe nuclear podría reducir a pavesas. Nunca, ni los más
poderosos de la antigüedad, posiblemente, hayan tenido la calidad de
vida que tiene el hombre de hoy, incluso los de una mediana economía más
bien baja. Se puede afirmar que esta orden divina de dominar la tierra
va teniendo lugar. No obstante, si no se tiene en cuenta la realidad
antropológica, si se olvida quién es el hombre, de dónde viene y a dónde
va, el avance científico se revuelve contra el hombre hasta utilizarlo
como producto de consumo, esclavitud, etc.
Dios mandó dominar
la tierra no esclavizar al hombre. Existe, pues, la necesidad imperiosa
de suscitar cada vez más el sentido de admiración y el reconocimiento de
la grandeza de cada vida humana, incluso de las personas que sufren. En
un mundo que tiende a perder sensibilidad ante el misterio grandioso de
la persona, se hace más necesario recordar esta maravillosa novedad del
amor de Dios por cada hombre, novedad que es parte de nuestra fe en
Dios Creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e
invisibles.
La primera acción ecológica: ¡salvar la especie
humana! La muerte en 1994 del Prof. Lejeune supuso la pérdida de un
científico francés que tuvo un especial “carisma” para utilizar sus
profundos conocimientos de la vida y de sus secretos en favor del
verdadero bien del hombre y de la humanidad. “La vida tiene una historia
muy larga –solía decir–, pero cada individuo tiene un comienzo muy
preciso: el momento de la concepción”. Explicaba que el embrión es, sin
lugar a dudas, uno de los nuestros, ¡un hombre!, aunque el más chico.
“El increíble Pulgarcito, el hombre que era más pequeño que el dedo
pulgar existe realmente; y no en la imaginación de un cuento, sino el
que cada uno de nosotros hemos sido”. También, Jesucristo fue embrión,
dirá –con atrevida rotundidad– el Cardenal Castrillón, subrayando así la
verdadera humanidad del Verbo encarnado y su paso por las fases de
gestación de todo ser humano.
La antropología –decíamos–
constituye el fundamento de la ética. La interpretación adecuada acerca
de la verdad sobre el hombre es imprescindible para captar correctamente
el contenido del amor. Ninguna vida humana viene al mundo por
casualidad. Cada uno es el término de un acto de amor creador de Dios y,
desde la concepción, está llamado a la comunión eterna con Dios. Esta
certeza de saber quién es el hombre y a dónde va, provoca la necesidad
imperiosa de admirarse ante la grandeza de cada vida humana, incluso de
aquellos que sufren, son muy ancianos, poseen deficiencias mentales o
están muy limitados.
La sociedad actual no hallará una solución
al problema ecológico si no revisa seriamente su estilo de vida. En
muchas partes del mundo esta misma sociedad –la de mayores posibilidades
económicas– se inclina al hedonismo y al consumismo, pero permanece
indiferente a los daños que éstos causan. Si falta el sentido del valor
de la persona y de la vida humana, aumenta el desinterés por los demás y
por la tierra.
Urge que se formen en la austeridad, la
templanza, la autodisciplina y el espíritu de sacrificio los mismos
poderosos y gobernantes, a fin de que la mayoría no tenga que sufrir las
consecuencias negativas de la negligencia de esos pocos. Urge la
necesidad de educar a todos en la responsabilidad ecológica:
responsabilidad primero con nosotros mismos y con los demás; después,
responsabilidad con el ambiente. Su fin no debe ser ideológico ni
político, y su planteamiento no puede fundamentarse en un vago rechazo
del mundo, como un retorno al “paraíso perdido”. El ecologista de verdad
es pacífico; engendra paz. De no ser así estaremos ante un beligerante
pacifista.
Dios es puro e infinito Amor. Amar es volcarse en el
otro, alejar toda tentativa de subjetivismo egoísta. El amor es algo
que “hace existir” al “otro”, dice Frossard. En la medida en que el ser
humano es conocedor de su hechura a imagen y semejanza de Dios, se
siente más invitado a proceder como Dios mismo; es decir, a comunicar el
poder creador de su amor. El hombre ha de buscar en Dios su propia
verdad, pues es allí dónde está su identidad original; y si no lo hace
es porque no quiere con sinceridad conocerse. En ese caso su destino
será flotar en el vacío de su ignorancia eterna.
¿Cómo podría
ser considerado el hombre imagen y semejanza de Dios, si no se lanzara
también él a la aventura de amar? El amor verdadero aquí no acaba nunca
y, en el más allá, es eterno. No podemos olvidar jamás “que entre el
amor y lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad,
eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra
existencia cotidiana. Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino
para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el
instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también
la renuncia” .
Pedro Beteta
Doctor en Bioquímica y Teólogo
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