Que la política se encuentra en fase crítica es una observación que goza de casi unánime consenso. Que tras esa fase vaya a producirse una recuperación o un óbito es lo que nadie, a ciencia cierta, puede determinar.
El Mal, el problema y la realidad del mal, omnipresente en la historia, ha sido en una determinada interpretación y en unas determinadas condiciones históricas, la clave de la bóveda de la política moderna; la quiebra de esas condiciones sanciona la pérdida de la política: tal vez no haya que lamentar tal pérdida, sino adaptarse a la búsqueda de alternativas para producir paisajes colectivos más tranquilizadores.
Sólo la interpretación moderna convirtió el Mal en instrumento para conseguir el bien. Y el ámbito o registro en el que esa transformación mostró una impresionante operatividad fue, precisamente, el de la política.
La cuestión es que, esa extensión del síntoma del Mal ha de hacer posible el diagnóstico de la enfermedad: es la política moderna la que se ha perdido o está en fase crítica.
La globalización ha eliminado a los enemigos exteriores, cruciales en la fundamentación de la política moderna. La conciencia de habitar un planeta unificado y múltiplemente amenazado ha de ser la base y el fundamento de una nueva concepción, pospolítica e infrapolítica, de las relaciones entre hombres y mujeres: del mundo, no ya del Estado o de las Naciones...
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